La misma noche que Jesús nació, una multitud de ángeles se les aparecieron a unos pastores que estaban cerca de Belén.

A través del reencuentro de Esaú y Jacob, observamos a Jacob actuando como si no hubiera visto los ángeles; todo lo que hizo en los días inmediatamente después su encuentro angélico fue motivado por miedo.

Al reconocer que se trataba de Dios, no se desmayó ni se asustó, sino que reaccionó como deberíamos: corrió hacia Él y se postró en reverencia.

Es un gran privilegio poder entrar a la sala de trono de Dios, y Él quiere que le hablemos directamente. Ni Maria, ni la Virgen de Guadalupe, ni los santos, ni los ángeles tienen una ventaja ni una relación más cercana que podemos tener con Él, entrando en comunicación directa con Nuestro Salvador.