La historia de Caín y Abel

Hermanos y Rivales

En el estudio anterior, conocimos a Eva: la primera mujer y también la primera en caer en pecado. Hoy continuamos nuestra serie en el libro de Génesis, centrándonos en los hijos de Adán y Eva.

Después de ser expulsados del jardín del Edén, la vida de Adán y Eva cambió por completo. Ahora debían trabajar bajo el sol ardiente para sobrevivir, protegerse de animales salvajes y enfrentar un mundo marcado por el dolor, la lucha y la incertidumbre. Aunque el texto no menciona cuántos hijos tuvieron, la tradición sugiere que fueron muchos. Sin embargo, Génesis destaca especialmente a dos de ellos: Caín y Abel. En este estudio, nos detendremos a observar su historia —una historia de adoración, celos, ira— y sangre derramada.

¿Caín era el primogénito?

Aunque tradicionalmente se presenta a Caín como el primer hijo de Adán y Eva, es posible que no haya sido el primero. Si no tuvo un hijo antes del castigo, ¿por qué Dios le diría a Eva que multiplicaría los dolores de sus partos? Si no había experimentado el parto antes, ¿cómo sabría en qué consistía ese sufrimiento aumentado? Esto sugiere que Eva pudo haber dado a luz anteriormente.

Los oficios de los hermanos

Al crecer, Abel se convirtió en pastor de ovejas, mientras que Caín se dedicó a la agricultura. Este último cultivaba todo tipo de plantas —frutas, hortalizas y cereales— y aprendía, por medio de la experiencia, a sacar el mayor provecho posible de la tierra. Descubrió técnicas para proteger sus cultivos de insectos y pequeños animales, y comprendió los ritmos del campo: cuándo sembrar, cuándo cosechar, cómo preparar la tierra y hasta cómo cruzar semillas para obtener nuevas variedades. Caín trabajaba duro, enfrentándose al sol abrasador, a las plagas y a la infertilidad del suelo. Era un hombre de esfuerzo, y ingenio.

Siguiendo los pasos de su padre Adán, Abel se dedicó a cuidar del ganado y proteger a sus rebaños de los animales salvajes que rondaban la región. Además de ovejas, criaba vacas, gallinas y chivos, y aprendió a obtener leche de ellos, elaborando productos lácteos con habilidad. Con paciencia, estudió cómo hacer que los animales se reprodujeran para aumentar el número del rebaño, qué alimentos les convenían para crecer sanos y fuertes, cómo atenderlos cuando enfermaban y cómo asistir a las madres en el parto de sus crías.

Los dos hermanos compartían entre sí sus descubrimientos. Gracias a su trabajo conjunto, toda la familia disfrutaba de una alimentación abundante: frutas y vegetales frescos, y leche y queso. A pesar de laborar cada día sin descanso, se alimentaban bien. Sus jornadas eran largas, intensas, y exigían atención constante a cada detalle del cultivo y el cuidado del ganado.

Desde pequeños, Caín y Abel crecieron oyendo historias que sus padres les contaban acerca del jardín del Edén. Mientras trabajaban, conversaban sobre cómo habría sido vivir allí, en un mundo donde no era necesario cultivar la tierra ni proteger a los animales, donde no existía el miedo a los leones ni a los osos, y, sobre todo, donde uno podía caminar al atardecer con el mismo Dios y hablar con Él cara a cara.

Ambos deseaban acercarse a ese Dios —al Dios que sus padres conocían tan íntimamente. Pero ¿cómo acercarse a Él, si ni siquiera podían verlo?

Las ofrendas

Ambos hermanos decidieron presentar a Dios una ofrenda con lo que tenían: los frutos del campo y los animales del rebaño. Abel preparó la suya con cuidado y devoción, eligiendo lo mejor de sus ovejas. A pesar de la dureza de su vida, su corazón estaba lleno de gratitud.

Caín, en cambio, no fue tan intencional. Reunió algunos frutos y vegetales sin mayor esmero: algunos estaban golpeados o tenían manchas de haber caído al suelo. Después de todo —pensó—, este Dios invisible no iba a comérselos, así que ¿qué importaba si no eran perfectos?

Comienza aquí la escena de la ofrenda, y lo que en realidad se ofrecía no era solo lo que tenían, sino lo que guardaban en el corazón.

Génesis 4:3-5: Después de algún tiempo, Caín le llevó al SEÑOR algunos frutos de la tierra como ofrenda. Abel también llevó las mejores crías de sus ovejas. El SEÑOR aceptó a Abel y a su ofrenda que le trajo, pero no aceptó a Caín ni a su ofrenda…

Caín le llevó algunos frutos, Abel le llevó las mejores crías

Dios miró con agrado a Abel y a su ofrenda, aunque fue Caín quien tuvo la iniciativa de ofrecer algo primero. Sin embargo, lo que el Señor valoró no fue el orden de los actos ni el objeto ofrecido, sino la actitud del corazón con que cada uno lo hizo.

Abel se tomó su tiempo: eligió lo mejor de su rebaño para entregárselo a Dios. Aunque su vida era dura, su gratitud lo impulsaba a dar con generosidad. Quizá había contado con esas ovejas para multiplicar su ganado, pero comprendió que un Dios perfecto merece una ofrenda perfecta, lo más valioso. Caín, en cambio, fue menos cuidadoso. Reunió frutas y vegetales sin prestar mucha atención. Tal vez pensó que, siendo Dios invisible y sin necesidad de comer, no importaría reservarse lo mejor.

Pero lo que Dios vio no fueron alimentos… sino intenciones. Vio un corazón que anhelaba agradarle, y otro que lo tenía como una obligación más.

El Señor aceptó a Abel, pero rechazó a Caín

Por el relato bíblico, parece que fue Caín quien tuvo la iniciativa de presentar una ofrenda al Señor, y que Abel simplemente siguió el ejemplo de su hermano mayor. Esto sugiere que, en un inicio, había en Caín un deseo sincero de acercarse a Dios, de agradarlo, aunque no supiera del todo cómo hacerlo.

Entonces surge una pregunta natural: si Dios vio ese deseo en su corazón, ¿por qué no aceptó su ofrenda? No lo sabemos con certeza. Pero el hecho mismo de que Dios la rechazara nos revela algo importante: Él es omnisciente. Conoce nuestras motivaciones más profundas, incluso aquellas que intentamos ocultar —los pensamientos que reprimimos, los impulsos que disimulamos.

Quizás Caín no buscaba tanto relacionarse con Dios como volver al Edén sin tener que luchar cada día. Tal vez vio la ofrenda como una moneda de cambio, una forma de ganar la buena voluntad divina y aliviar su carga. Abel, en cambio, parece haber aceptado la consecuencia de la caída como justa, y no ofreció lo suyo para obtener algo, sino porque deseaba acercarse a Dios. No quiso manipular, solo honrar.

En ese sentido, Caín trató a Dios como los hombres siglos después tratarían a sus ídolos: con ofrendas interesadas, ruegos por beneficios, incluso exigencias disfrazadas de devoción. Pero el Dios verdadero no responde a sobornos ni transacciones; Él busca una relación. Y es en esa relación donde florecen, naturalmente, las bendiciones.

Ahora escuchamos las palabras que Dios le dirige a Caín tras rechazar su ofrenda, palabras que no castigan de inmediato, sino a volver.

Se enojó mucho y se entristeció

Génesis 4:5-7:… Entonces Caín se enojó mucho y se entristeció. El SEÑOR le preguntó: «¿Por qué estás enojado y te ves tan triste? Si tú haces lo bueno yo te aceptaré, pero si haces lo malo, entonces el pecado te estará esperando para atacarte; te quiere dominar pero tú debes dominarlo a él».

El pecado quiere dominarte, pero debes dominarlo

Cuando Caín vio que Dios no aceptaba ni su ofrenda ni a él, se encendió de ira. Pero bajo aquella ira ardía una tristeza honda. Entonces Dios le preguntó por qué estaba enojado y por qué su semblante había decaído. Si bien el Señor ya conocía la respuesta, le hizo la pregunta para invitarlo a reflexionar. Pero Caín no buscó reconciliarse, ni le preguntó al Señor cómo corregir su actitud o agradarle. Se encerró en su ira.

Y Dios le habló con advertencia y gracia: si hacía lo correcto, sería aceptado; pero si no, el pecado estaría a la puerta, al acecho, listo para dominarlo. Le exhortó a resistirlo, a ejercer dominio propio. Sin embargo, Caín no lo dominó. No escuchó. Dejó que la rabia se apoderara de él… y se preparó para hacer lo impensable que veremos a continuación.

¿Qué has hecho?

Génesis 4:8-12: Caín le dijo a su hermano Abel: «Vayamos al campo». Cuando llegaron, Caín atacó a Abel y lo mató. 

Luego el SEÑOR le dijo a Caín:

—¿Dónde está tu hermano Abel?

Caín respondió:

—No sé. ¿Acaso es mi deber vigilar a mi hermano?

Luego el SEÑOR dijo:

—¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano grita desde el suelo pidiendo justicia. Ahora quedarás maldito y expulsado de la tierra que ha bebido la sangre de tu hermano, que tú derramaste. Cuando trabajes la tierra, ya no te dará frutos. Serás un fugitivo y vagarás por el mundo.

Maldito y expulsado

El celo de Caín por el favor que Dios había mostrado a su hermano lo consumió. Llevado por la envidia, lo atacó y lo mató. Es posible que, camino al campo, Abel —ajeno al peligro— intentara consolarlo, animándolo a no rendirse, a intentar nuevamente agradar a Dios. Pero no fue suficiente.

No parece que Caín planeara el asesinato con frialdad, sino que se entregara a una tormenta repentina de rabia. De un momento a otro, se abalanzó sobre su hermano, lo tomó por el cuello y lo estranguló —como si, en ese instante, toda su frustración y resentimiento encontraran una sola salida. Después, mientras intentaba limpiarse la sangre de las manos y de la ropa, escuchó la voz de Dios. Una vez más, el Señor le hizo una pregunta… aunque ya conocía la respuesta. Dios no lo interrogaba por ignorancia, sino para darle una oportunidad de confesar, de arrepentirse, de volverse.

Pero Caín no se arrepintió. Mostró una arrogancia dolorosa, mintiéndole a Dios sin temor ni reverencia. Su única motivación fue escapar del castigo, a cualquier costo. Quizás, si se hubiera quebrantado y confesado, su castigo habría sido diferente. Pero prefirió endurecerse. Y así, el hermano que no supo dominar su pecado terminó expulsado y maldito.

Así como Dios expulsó a Adán y Eva del Edén, también expulsó a Caín de la única tierra que había conocido, maldiciéndolo. Ya no podría dedicarse a la agricultura: la tierra, manchada con la sangre de su hermano, no volvería a responderle. Se tornaría estéril para él.

Literalmente, Caín dejaría de ser fructífero—no solo en la cosecha, sino también en su propósito. Su castigo incluía vagar sin rumbo, sin hogar, sin raíces: un fugitivo, condenado a vivir lejos de cualquier tierra que pudiera llamar suya. En un mundo donde la agricultura ataba al hombre a la tierra y le daba identidad, Caín fue condenado a perderlo todo.

Pero no se lamentó por su crimen. No mostró remordimiento por la muerte de Abel. Lo que expresó fue angustia… por las consecuencias. El castigo le pareció excesivo, insoportable. Se preocupó por sí mismo, no por lo que había hecho. Y Dios, el mismo que juzga con justicia, estaba a punto de responderle, no con castigo adicional, sino con algo inesperado.

Mi castigo es más de lo que puedo soportar

Génesis 4:13-15: Caín le dijo al SEÑOR:

—Mi castigo es más de lo que puedo soportar. Hoy me has echado de la tierra y voy a tener que ocultarme de tu presencia. Tendré que ser un fugitivo que vaga por el mundo, ¡pero cualquiera que me vea me matará!

Pero el SEÑOR dijo:

 —No, quiero que eso ocurra.

Así que proclamó: «El que mate a Caín hará que como pago de su crimen pierdan la vida siete de su pueblo». El SEÑOR hizo esta advertencia para proteger a Caín y así quien lo encontrara no lo matara.

Asesino vagabundo, sellado por Dios

Aunque Caín no agradó a Dios, el Señor escuchó su queja cuando este consideró su castigo demasiado severo. Es cierto que fue expulsado de la tierra —desarraigado y condenado a vagar—, pero Caín añadió algo más: dijo que tendría que esconderse de Dios y que cualquiera podría matarlo.

Pensaba que, por ser un fugitivo sin tierra ni protección, se convertiría en blanco fácil. Tal vez incluso insinuaba que sería justo que alguien le quitara la vida. Pero Dios, no lo permitió. Le dejó claro que no debía ocultarse de Él ni vivir como presa fácil. En vez de condenarlo a la muerte, lo marcó con un sello. No sabemos con certeza en qué consistía ese sello, pero tenía un propósito claro: mostrar a los demás que, aunque Caín era un asesino, estaba bajo la protección de Dios.

Después de su encuentro con Dios, Caín partió de su tierra natal hacia el oriente, a una región llamada Nod. No sabemos con certeza si allí conoció a su esposa o si ya la llevaba consigo, pero en aquella nueva tierra formó una familia. Tuvo hijos, y a uno de ellos le puso por nombre Enoc.

Ya que Dios le había dicho que la tierra no volvería a darle fruto, Caín abandonó su vida de agricultor y adoptó otra vocación: la de constructor. Fundó una ciudad —la primera mencionada en la Biblia— y le dio el nombre de su hijo. En lugar de vagar eternamente como errante, edificó un lugar donde habitar junto a los suyos.

Así, incluso en medio del juicio, Dios le permitió comenzar de nuevo. Le concedió una esposa, una descendencia, una nueva identidad y un hogar. El castigo no fue destrucción total: fue una vida marcada, pero no sin propósito.

Caín deseaba ser aceptado por Dios tal como era: sin humillarse, sin cambiar, sin ofrecer lo mejor ni renunciar a nada. Esto es parte de todos: todos compartimos esa misma naturaleza caída. Somos incapaces de hacer el bien, y muchas veces intentamos acercarnos a Dios sin rendirnos del todo. Sin embargo, gracias a Su misericordia, Dios proveyó un camino —no por obras, sino por gracia— a través de Su Hijo, Jesucristo.

Del linaje de Caín surgiría una generación tan corrupta que Dios lamentaría haber creado al hombre. Fue entonces cuando decidió empezar de nuevo, preservando la vida del único justo que quedaba en la tierra, Noé, a quien conoceremos en el próximo estudio.

Para reflexionar:

1. ¿Hay momentos en mi vida en los que, como Caín, he querido acercarme a Dios sin rendir por completo mi corazón ni sacrificar lo que más valoro?

2. ¿Cómo reacciono cuando siento que no soy aceptado o reconocido —con humildad como Abel, o con enojo como Caín? ¿Qué revela eso sobre mi motivación y actitud interior?

3. En medio de las consecuencias de mis errores, ¿soy capaz de ver la misericordia de Dios como una oportunidad para comenzar de nuevo, como sucedió con Caín?

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